lunes, 26 de diciembre de 2016

Rainer Maria Rilke / Requiem (1908) 


Traducción de Felipe R. Ayuso 





Rilke por Paula Becker






























El Requiem fue escrito por Rilke entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre de 1908 en el hotel Biron de París a la memoria de su amiga, la pintora Paula Becker, fallecida un año antes al dar a luz a su primer hijo. Becker formó parte de la comunidad artística de Worspede y retrató a Rilke en 1906. Gran admirador de la obra de Becker, Heidegger creía que en su retrato del poeta había anticipado lo que éste llegaría a ser en el futuro, pero aún no había manifestado en su obra.

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                  Requiem (1908)

                                                         Para una amiga



Yo he tenido otros muertos, y al irme de su lado
sentía la extrañeza de verlos tan tranquilos,
tan pronto acomodados, como en su propia casa,
en su esencia de muertos, de modo tan distinto
a su fama. Tan sólo tú vuelves hacia mí,
me rozas, giras, quieres que algo, al chocar, resuene
y pueda traicionarte. No me quites, te ruego,
lo que sólo aprendí lentamente. Yo tengo
razón; tú te equivocas cuando sientes nostalgia
por lo que te conmueve. Nosotros lo cambiamos,
ya no está aquí, y hacemos de nuestro propio ser
reflejo en el instante en que lo descubrimos.
Te creía más lejos. Me trastorna saber
que precisamente vengas a mí vagando,
quien cambió como nunca lo hizo otra mujer.
No fue que al morir tú sintiéramos espanto,
lo que sí nos afecta es que tu brusca muerte
en tinieblas nos deja, separando el futuro
del pasado; ordenar todo esto ha de ser
el trabajo que habremos de hacer con todo ahora.
Pero que tú te espantes a ti misma, y que ahora
sientas espanto en donde no cabe espanto alguno;
que de tu eternidad hayas perdido un trozo
y vuelvas hacia aquí, hacia aquí, amiga mía,
donde aún no está todo; que tú misma, en el Todo
dispersa por primera vez, y partida, puedas
no entender el ascenso de las naturalezas
infinitas, igual que aquí todas las cosas;
que del círculo a ti, que ya te ha recibido,
la muda gravedad de una cierta inquietud
hacia el tiempo contado te arrastre, por las noches
hace que me despierte como si hubiera entrado
un ladrón en mi cuarto. Y si decir pudiera
que te sientes tranquila, que vienes por exceso
de magnanimidad, tan segura de ti,
que marchas como un niño sin miedo a los lugares
que pueden hacer daño: pero no, tú suplicas.
Y esto, como una sierra, me penetra en los huesos.
Un reproche cualquiera que trajera tu espíritu,
que llegara hasta mí cuando al llegar la noche
me encierro en mis entrañas, mis pulmones, la cámara
más pobre de mi pobre corazón, un reproche
semejante no fuera tan cruel como lo es
tu súplica. ¿Qué pides? ¿Qué querrías que hiciera?
¿Debo salir de viaje? ¿Acaso abandonaste
en algún sitio algo que sufre y que desea
volver a ti? ¿Deseas que marche a algún lugar
que nunca conociste, pese a serte tan próximo
como la otra mitad de todos tus sentidos?
Yo quiero navegar sobre sus ríos, quiero
desembarcar en tierra y preguntar a todos
por sus viejas costumbres, hablar con las mujeres
delante de la puerta de sus casas y oírlas
llamando a sus chiquillos. Quiero ver cómo cambian
con su duro trabajo el aspecto de campos
y de prados; yo quiero pedir que me conduzcan
delante de su rey, y lograr con sobornos
que me pongan sus clérigos delante de la estatua
más grande y que se vayan, cerrando los portones
del templo. Pero luego, cuando ya sepa mucho,
quiero a los animales mirar sencillamente,
para que se deslice en mis miembros un poco
de su cambio; yo quiero existir brevemente
en sus ojos de forma que me tengan y luego
me dejen lentamente, sin juicio ni dictamen.
Y que los jardineros me reciten el nombre
de las flores, de forma que pueda con sus restos
extraer el resumen de más de cien olores.
Y quiero comprar frutos, todos cuantos la tierra
produce, todos ellos, hasta alcanzar el cielo.
Pues tú sabías de esto: de los frutos, de todos.
Sabías colocarlos ante ti en las bandejas,
y compensar su peso con diversos colores.
Y veías también como frutos los niños,
y también las mujeres, impulsadas por dentro
hasta alcanzar la forma de su propia existencia.
Y te viste por fin como un fruto a ti misma,
saliste de tu ropa, te pusiste desnuda
ante el espejo, entraste en él y allí quedaste,
excepto tu mirada; que, asombrada, no dijo:
ésa soy yo; no, dijo: es eso. Y finalmente
desprovista de toda curiosidad quedó
tu mirada, tan pobre y tan desposeída,
que ni a ti codiciaba siquiera: ya era santa.
Así quiero tenerte, como tú en el espejo
quedaste, dentro de él y lejos ya de todo.
¿Por qué razón me vienes de forma tan distinta?
¿Y por qué te desmientes? ¿Por qué razón me quieres
convencer de que el ámbar que rodea tu cuello
es aún más pesado que el del cuadro en reposo
del más allá?; ¿por qué tu actitud hacia mí
un mal presentimiento trae consigo?; ¿a qué aspiras
dibujando el contorno de tu cuerpo al igual
que en la palma las líneas de la mano, de forma
que no pueda mirarlo sin mirar el destino?
Acércate a la luz de la vela, no temo
mirarles a los muertos a la cara. Si vienen
es que tienen derecho a aguantar la mirada
como las demás cosas. Ven aquí junto a mí,
quedémonos un rato. ¿No ves sobre mi mesa
de trabajo esa rosa? ¿No cae la luz sobre ella
con el mismo temblor que sobre ti? Tampoco
es éste su lugar. Ahí fuera, en el jardín
debió quedarse, lejos de mí o quizás marchita;
ahí sigue, sin embargo; ¿le importa mi conciencia?

No te asustes si ahora comprendo finalmente
que se eleva en mi ser; no me es posible ya
dejar de comprenderlo, aunque muera por ello.
Comprender que tú estás ante mí. Lo comprendo.
Como un ciego comprende algo que le rodea,
siento yo tu destino, sin conocer su nombre.
Lamentemos, pues, juntos, que alguien te haya sacado
de tu espejo. ¿Es que puedes todavía llorar?
Ya no puedes. La fuerza y apremio de tus lágrimas
transformaste en mirada ya madura, dispuesta
a cambiar toda savia que haya en ti en una fuerte
existencia que crece y gira, en equilibrio
y a ciegas. Pero entonces una casualidad,
la última posible, te arrancó de ti misma,
y desde el más lejano avance te arrastró
a este mundo de nuevo, donde las savias quieren.
Te arrancaste un trozo, no toda de una vez;
mas según aumentó día a día ese trozo
su propia realidad, ésta al fin tan pesada
se volvió que a ti entera necesitaste; y luego
con esfuerzo en pedazos te rompiste saliendo
de la ley porque te eras necesaria a ti misma.
Entonces te excavaste, de la tierra nocturna
del corazón caliente extrajiste las verdes
semillas que debían hacer brotar tu muerte.
Tuya, tu propia muerte para tu propia vida.
Y tú te los comiste, los granos de tu muerte,
como todos lo hacen, te comiste sus granos,
y te quedó un regusto dulce que no esperabas,
se endulzaron tus labios, que ya eran dulces antes
en el propio interior de todos los sentidos.
Déjanos lamentarnos. ¿Sabes tú que tu sangre
retornó a tu llamada, a la fuerza y sin ganas,
de un círculo cerrado sin parangón alguno?,
¿que al torrente pequeño del cuerpo retornó
turbada?, ¿que entró llena de asombro y de recelo
de nuevo en la placenta y sintió de repente
un inmenso cansancio tras un viaje tan largo?
La empujaste, la hiciste seguir hacia delante,
la arrastraste al hogar como se hace a un rebaño
que va hacia el matadero; y encima pretendías
que estuviera contenta. Y al final lo lograste:
discurrió alegremente, se entregó por completo.
Acostumbrada ya a medidas distintas,
creíste que sería por un rato tan sólo,
pero estabas ya ahora en el tiempo, y el tiempo
es largo, el tiempo sigue y aumenta; el tiempo es
como una recaída tras larga enfermedad.
Qué corta era tu vida, cuando la comparabas
con las horas aquellas en que estabas sentada
y en silencio impulsabas las fuerzas de tus muchos
futuros a ese nuevo embrión que de nuevo
volvía a ser destino. ¡Oh, labor! ¡Oh, labor
superior a tus fuerzas! La hacías día a día,
te arrastrabas a ella y extraías la trama
del telar, y empleabas de otra forma los hilos.
Y al final aún tenías ánimos para fiesta.
Como ya estaba hecho, querías recompensa,
como el niño que acaba de beber un té amargo
que podría curarle. Y lo hacías tú misma,
pues estabas tan lejos de todos los demás.
Incluso ahora; nadie podía imaginar
qué premio te sería preferible. Mas tú
lo sabías. Tú estabas sentada en tu cunita,
delante de un espejo, que te mostraba todo.
Pero todo eras , delante por completo,
y dentro sólo había engaño e ilusión,
el hermoso espejismo de la mujer que gusta
de adornarse y hacerse un peinado distinto.
Así moriste tú, como antaño a menudo
lo hacían las mujeres; en tu casa caldeada
padeciste la muerte de las recién paridas
que querrían de nuevo cerrarse, sin poderlo,
porque la oscuridad que habían engendrado
volvía nuevamente, y forzaba la entrada.

¿No debieron buscar plañideras entonces?
¿Mujeres que se prestan a llorar por dinero
y se pasan la noche dando gritos de pena
y rompiendo el silencio? Son costumbres. Ahora
no tenemos bastantes costumbres. Todo pasa
mal contado. Tú debes venir, muerta, y conmigo
recuperar las quejas. ¿No escuchas mis lamentos?
Yo querría arrojar mi voz como un pañuelo
encima de los trozos de tu muerte, y tirar
hasta que se deshaga en hilachos y todo
cuanto digo, andrajoso, en ella debería
entrar y congelarse; quedaría en lamento.
Ciertamente denuncio: pero no lo hago a aquel
que supo retirarte de ti misma (no puedo
encontrarle, es igual que todos los demás),
sino al hombre: denuncio en él a todo el resto.
Cuando en alguna parte se eleva en mí la esencia
de un niño que aún no puedo conocer, quizás incluso
de mi propia niñez la esencia más genuina,
no quiero saber nada. Sin mirarlo yo quiero
hacer un ángel de ella, y ponerlo en la fila
primera de los ángeles que gritan y recuerdan
a Dios. Pues esta pena dura ya tanto tiempo
sin que nadie lo pueda evitar; tan difícil
nos resulta a nosotros el confuso dolor
del falso amor que toma prescripción por costumbre
y se llama justicia, creciendo en la injusticia.
¿Donde se encuentra un hombre con derecho a tener
posesión? ¿Cómo puede poseerse una cosa
que nunca permanece, que se agarra de vez
en cuando felizmente, y se arroja a sí misma
de nuevo como un niño que juega a la pelota?
Tan poco como puede un capitán fijar
la Niké a la proa del barco, si la frívola
esencia de la diosa de repente la arranca
con el brillante viento de la mar encrespada.
No más puede cualquiera de nosotros llamar
a la mujer que nunca ha de vernos de nuevo,
y se va en una estrecha cinta de su destino,
sin accidente alguno, como por un milagro:
el oficio y el ansia tendría de la culpa.
Pues esto sí que es culpa, si es que existe la culpa:
no aumentar de un amor la libertad por cima
de cuantas libertades uno lleva consigo.
Cuando amamos tenemos sólo eso: dejarnos
libres, pues sujetarnos es demasiado fácil
y no hay necesidad de aprender cómo hacerlo.
¿Sigues ahí? Contesta. ¿En qué rincón te encuentras?
Tanto has sabido tú de todo que te fuiste
abierta como un día que empieza a amanecer.
Las mujeres padecen: amar es estar solo,
y a veces los artistas sienten en su trabajo
que deben transformarlas en el sitio en que aman.
Tú empezaste ambas cosas; ambas están en eso
que deforma la fama que te arrastra. Tú estabas
lejos de toda fama. Tú eras invisible;
cogiste suavemente tu belleza al igual
que en una gris mañana de un día laborable
se arría una bandera, como un largo trabajo
que aún no ha sido hecho; pese a todo, aún no.
Si estás aún ahí, si queda aún algún sitio
en esta oscuridad, en el que resonar
pueda sobre las ondas sonoras tu sensible
espíritu, y que agita en la noche una voz
aislada, en la corriente de una elevada estancia,
escucha: ayúdame. Ves que nos deslizamos,
sin que sepamos cuándo, desde nuestro progreso
en algo que nosotros no intentamos: allí,
como si fuera un sueño, quedamos enredados
y morimos allí sin haber despertado.
Nadie va más allá. A todo el que levanta
su sangre en un trabajo de larga duración
le puede suceder que no consiga alzarla
por más tiempo, y ya inútil, descienda por su peso.
Pues hay en algún sitio una animosidad
antigua entre la vida y nuestro gran trabajo.
Ojalá yo la vea y ella me diga: ayúdame.
No regreses. Si puedes, sé un muerto como todos.
Siempre están ocupados. Pero sí, ayúdame,
sin que eso te distraiga, como a veces también
me ayuda lo que está más lejos de mí mismo.

       


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[Ir a la versión en alemán]


FELIPE R. AYUSO (Madrid, 1932) trabajó como médico para la OMS en África, se especializó en anatomía patológica en Alemania y regresó finalmente a España. Ha compaginado la medicina con la traducción. 






Rainer Maria Rilke / Requiem (1908) 

Traducción de Felipe R. Ayuso



Rilke por Paula Becker






























El Requiem fue escrito por Rilke entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre de 1908 en el hotel Biron de París a la memoria de su amiga, la pintora Paula Becker, fallecida un año antes al dar a luz a su primer hijo. Becker formó parte de la comunidad artística de Worspede y retrató a Rilke en 1906. Gran admirador de la obra de Becker, Heidegger creía que en su retrato del poeta había anticipado lo que éste llegaría a ser en el futuro, pero aún no había manifestado en su obra.


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                  Requiem (1908)



                                                Für eine Freundin


ICH habe Tote, und ich ließ sie hin
und war erstaunt, sie so getrost zu sehn,
so rasch zuhaus im Totsein, so gerecht,
so anders als ihr Ruf. Nur du, du kehrst
zurück; du streifst mich, du gehst um, du willst
an etwas stoßen, daß es klingt von dir
und dich verrät. O nimm mir nicht, was ich
langsam erlern. Ich habe recht; du irrst
wenn du gerührt zu irgend einem Ding
ein Heimweh hast. Wir wandeln dieses um;
es ist nicht hier, wir spiegeln es herein
aus unserm Sein, sobald wir es erkennen.
Ich glaubte dich viel weiter. Mich verwirrts,
daß du gerade irrst und kommst, die mehr
verwandelt hat als irgend eine Frau.
Daß wir erschraken, da du starbst, nein, daß
dein starker Tod uns dunkel unterbrach,
das Bisdahin abreißend vom Seither:
das geht uns an; das einzuordnen wird
die Arbeit sein, die wir mit allem tun.
Doch daß du selbst erschrakst und auch noch jetzt
den Schrecken hast, wo Schrecken nicht mehr gilt;
daß du von deiner Ewigkeit ein Stück
verlierst und hier hereintrittst, Freundin, hier,
wo alles noch nicht ist; daß du zerstreut,
zum ersten Mal im All zerstreut und halb,
den Aufgang der unendlichen Naturen
nicht so ergriffst wie hier ein jedes Ding;
daß aus dem Kreislauf, der dich schon empfing,
die stumme Schwerkraft irgend einer Unruh
dich niederzieht zur abgezählten Zeit –:
dies weckt mich nachts oft wie ein Dieb, der einbricht.
Und dürft ich sagen, daß du nur geruhst,
daß du aus Großmut kommst, aus Überfülle,
weil du so sicher bist, so in dir selbst,
daß du herumgehst wie ein Kind, nicht bange
vor Örtern, wo man einem etwas tut –:
doch nein: du bittest. Dieses geht mir so
bis ins Gebein und querrt wie eine Säge.
Ein Vorwurf, den du trügest als Gespenst,
nachtrügest mir, wenn ich mich nachts zurückzieh
in meine Lunge, in die Eingeweide,
in meines Herzens letzte ärmste Kammer,
ein solcher Vorwurf wäre nicht so grausam,
wie dieses Bitten ist. Was bittest du?
Sag, soll ich reisen? Hast du irgendwo
ein Ding zurückgelassen, das sich quält
und das dir nachwill? Soll ich in ein Land,
das du nicht sahst, obwohl es dir verwandt
war wie die andre Hälfte deiner Sinne?
Ich will auf seinen Flüssen fahren, will
an Land gehn und nach alten Sitten fragen,
will mit den Frauen in den Türen sprechen
und zusehn, wenn sie ihre Kinder rufen.
Ich will mir merken, wie sie dort die Landschaft
umnehmen draußen bei der alten Arbeit
der Wiesen und der Felder; will begehren,
vor ihren König hingeführt zu sein,
und will die Priester durch Bestechung reizen,
daß sie mich legen vor das stärkste Standbild
und fortgehn und die Tempeltore schließen.
Dann aber will ich, wenn ich vieles weiß,
einfach die Tiere anschaun, daß ein Etwas
von ihrer Wendung mir in die Gelenke
herübergleitet; will ein kurzes Dasein
in ihren Augen haben, die mich halten
und langsam lassen, ruhig, ohne Urteil.
Ich will mir von den Gärtnern viele Blumen
hersagen lassen, daß ich in den Scherben
der schönen Eigennamen einen Rest
herüberbringe von den hundert Düften.
Und Früchte will ich kaufen, Früchte, drin
das Land noch einmal ist, bis an den Himmel.
Denn Das verstandest du: die vollen Früchte.
Die legtest du auf Schalen vor dich hin
und wogst mit Farben ihre Schwere auf.
Und so wie Früchte sahst du auch die Fraun
und sahst die Kinder so, von innen her
getrieben in die Formen ihres Daseins.
Und sahst dich selbst zuletzt wie eine Frucht,
nahmst dich heraus aus deinen Kleidern, trugst
dich vor den Spiegel, ließest dich hinein
bis auf dein Schauen; das blieb groß davor
und sagte nicht: das bin ich; nein: dies ist.
So ohne Neugier war zuletzt dein Schaun
und so besitzlos, von so wahrer Armut,
daß es dich selbst nicht mehr begehrte: heilig.
So will ich dich behalten, wie du dich
hinstelltest in den Spiegel, tief hinein
und fort von allem. Warum kommst du anders?
Was widerrufst du dich? Was willst du mir
einreden, daß in jenen Bernsteinkugeln
um deinen Hals noch etwas Schwere war
von jener Schwere, wie sie nie im Jenseits
beruhigter Bilder ist; was zeigst du mir
in deiner Haltung eine böse Ahnung;
was heißt dich die Konturen deines Leibes
auslegen wie die Linien einer Hand,
daß ich sie nicht mehr sehn kann ohne Schicksal?
Komm her ins Kerzenlicht. Ich bin nicht bang,
die Toten anzuschauen. Wenn sie kommen,
so haben sie ein Recht, in unserm Blick
sich aufzuhalten, wie die andern Dinge.
Komm her; wir wollen eine Weile still sein.
Sieh diese Rose an auf meinem Schreibtisch;
ist nicht das Licht um sie genau so zaghaft
wie über dir: sie dürfte auch nicht hier sein.
Im Garten draußen, unvermischt mit mir,
hätte sie bleiben müssen oder hingehn, –
nun währt sie so: was ist ihr mein Bewußtsein?

Erschrick nicht, wenn ich jetzt begreife, ach,
da steigt es in mir auf: ich kann nicht anders,
ich muß begreifen, und wenn ich dran stürbe.
Begreifen, daß du hier bist. Ich begreife.
Ganz wie ein Blinder rings ein Ding begreift,
fühl ich dein Los und weiß ihm keinen Namen.
Laß uns zusammen klagen, daß dich einer
aus deinem Spiegel nahm. Kannst du noch weinen?
Du kannst nicht. Deiner Tränen Kraft und Andrang
hast du verwandelt in dein reifes Anschaun
und warst dabei, jeglichen Saft in dir
so umzusetzen in ein starkes Dasein,
das steigt und kreist im Gleichgewicht und blindlings.
Da riß ein Zufall dich, dein letzter Zufall
riß dich zurück aus deinem fernsten Fortschritt
in eine Welt zurück, wo Säfte wollen.
Riß dich nicht ganz; riß nur ein Stück zuerst,
doch als um dieses Stück von Tag zu Tag
die Wirklichkeit so zunahm, daß es schwer ward,
da brauchtest du dich ganz: da gingst du hin
und brachst in Brocken dich aus dem Gesetz
mühsam heraus, weil du dich brauchtest. Da
trugst du dich ab und grubst aus deines Herzens
nachtwarmem Erdreich die noch grünen Samen,
daraus dein Tod aufkeimen sollte: deiner,
dein eigner Tod zu deinem eignen Leben.
Und aßest sie, die Körner deines Todes,
wie alle andern, aßest seine Körner,
und hattest Nachgeschmack in dir von Süße,
die du nicht meintest, hattest süße Lippen,
du: die schon innen in den Sinnen süß war.
O laß uns klagen. Weißt du, wie dein Blut
aus einem Kreisen ohnegleichen zögernd
und ungern wiederkam, da du es abriefst?
Wie es verwirrt des Leibes kleinen Kreislauf
noch einmal aufnahm; wie es voller Mißtraun
und Staunen eintrat in den Mutterkuchen
und von dem weiten Rückweg plötzlich müd war.
Du triebst es an, du stießest es nach vorn,
du zerrtest es zur Feuerstelle, wie
man eine Herde Tiere zerrt zum Opfer;
und wolltest noch, es sollte dabei froh sein.
Und du erzwangst es schließlich: es war froh
und lief herbei und gab sich hin. Dir schien,
weil du gewohnt warst an die andern Maße,
es wäre nur für eine Weile; aber
nun warst du in der Zeit, und Zeit ist lang.
Und Zeit geht hin, und Zeit nimmt zu, und Zeit
ist wie ein Rückfall einer langen Krankheit.
Wie war dein Leben kurz, wenn du's vergleichst
mit jenen Stunden, da du saßest und
die vielen Kräfte deiner vielen Zukunft
schweigend herabbogst zu dem neuen Kindkeim,
der wieder Schicksal war. O wehe Arbeit.
O Arbeit über alle Kraft. Du tatest
sie Tag für Tag, du schlepptest dich zu ihr
und zogst den schönen Einschlag aus dem Webstuhl
und brauchtest alle deine Fäden anders.
Und endlich hattest du noch Mut zum Fest.
Denn da's getan war, wolltest du belohnt sein,
wie Kinder, wenn sie bittersüßen Tee
getrunken haben, der vielleicht gesund macht.
So lohntest du dich: denn von jedem andern
warst du zu weit, auch jetzt noch; keiner hätte
ausdenken können, welcher Lohn dir wohltut.
Du wußtest es. Du saßest auf im Kindbett,
und vor dir stand ein Spiegel, der dir alles
ganz wiedergab. Nun war das alles Du
und ganz davor, und drinnen war nur Täuschung,
die schöne Täuschung jeder Frau, die gern
Schmuck umnimmt und das Haar kämmt und verändert.
So starbst du, wie die Frauen früher starben,
altmodisch starbst du in dem warmen Hause
den Tod der Wöchnerinnen, welche wieder
sich schließen wollen und es nicht mehr können,
weil jenes Dunkel, das sie mitgebaren,
noch einmal wiederkommt und drängt und eintritt.

Ob man nicht dennoch hätte Klagefrauen
auftreiben müssen? Weiber, welche weinen
für Geld, und die man so bezahlen kann,
daß sie die Nacht durch heulen, wenn es still wird.
Gebräuche her! wir haben nicht genug
Gebräuche. Alles geht und wird verredet.
So mußt du kommen, tot, und hier mit mir
Klagen nachholen. Hörst du, daß ich klage?
Ich möchte meine Stimme wie ein Tuch
hinwerfen über deines Todes Scherben
und zerrn an ihr, bis sie in Fetzen geht,
und alles, was ich sage, müßte so
zerlumpt in dieser Stimme gehn und frieren;
blieb es beim Klagen. Doch jetzt klag ich an:
den Einen nicht, der dich aus dir zurückzog,
(ich find ihn nicht heraus, er ist wie alle)
doch alle klag ich in ihm an: den Mann.
Wenn irgendwo ein Kindgewesensein
tief in mir aufsteigt, das ich noch nicht kenne,
vielleicht das reinste Kindsein meiner Kindheit:
ich wills nicht wissen. Einen Engel will
ich daraus bilden ohne hinzusehn
und will ihn werfen in die erste Reihe
schreiender Engel, welche Gott erinnern.
Denn dieses Leiden dauert schon zu lang,
und keiner kanns; es ist zu schwer für uns,
das wirre Leiden von der falschen Liebe,
die, bauend auf Verjährung wie Gewohnheit,
ein Recht sich nennt und wuchert aus dem Unrecht.
Wo ist ein Mann, der Recht hat auf Besitz?
Wer kann besitzen, was sich selbst nicht hält,
was sich von Zeit zu Zeit nur selig auffängt
und wieder hinwirft wie ein Kind den Ball.
Sowenig wie der Feldherr eine Nike
festhalten kann am Vorderbug des Schiffes,
wenn das geheime Leichtsein ihrer Gottheit
sie plötzlich weghebt in den hellen Meerwind:
so wenig kann einer von uns die Frau
anrufen, die uns nicht mehr sieht und die
auf einem schmalen Streifen ihres Daseins
wie durch ein Wunder fortgeht, ohne Unfall:
er hätte denn Beruf und Lust zur Schuld.
Denn das ist Schuld, wenn irgendeines Schuld ist:
die Freiheit eines Lieben nicht vermehren
um alle Freiheit, die man in sich aufbringt.
Wir haben, wo wir lieben, ja nur dies:
einander lassen; denn daß wir uns halten,
das fällt uns leicht und ist nicht erst zu lernen.
Bist du noch da? In welcher Ecke bist du? –
Du hast so viel gewußt von alledem
und hast so viel gekonnt, da du so hingingst
für alles offen, wie ein Tag, der anbricht.
Die Frauen leiden: lieben heißt allein sein,
und Künstler ahnen manchmal in der Arbeit,
daß sie verwandeln müssen, wo sie lieben.
Beides begannst du; beides ist in Dem,
was jetzt ein Ruhm entstellt, der es dir fortnimmt.
Ach du warst weit von jedem Ruhm. Du warst
unscheinbar; hattest leise deine Schönheit
hineingenommen, wie man eine Fahne
einzieht am grauen Morgen eines Werktags,
und wolltest nichts, als eine lange Arbeit, –
die nicht getan ist: dennoch nicht getan.
Wenn du noch da bist, wenn in diesem Dunkel
noch eine Stelle ist, an der dein Geist
empfindlich mitschwingt auf den flachen Schallwelln,
die eine Stimme, einsam in der Nacht,
aufregt in eines hohen Zimmers Strömung:
So hör mich: Hilf mir. Sieh, wir gleiten so,
nicht wissend wann, zurück aus unserm Fortschritt
in irgendwas, was wir nicht meinen; drin
wir uns verfangen wie in einem Traum
und drin wir sterben, ohne zu erwachen.
Keiner ist weiter. Jedem, der sein Blut
hinaufhob in ein Werk, das lange wird,
kann es geschehen, daß ers nicht mehr hochhält
und daß es geht nach seiner Schwere, wertlos.
Denn irgendwo ist eine alte Feindschaft
zwischen dem Leben und der großen Arbeit.
Daß ich sie einseh und sie sage: hilf mir.
Komm nicht zurück. Wenn du's erträgst, so sei
tot bei den Toten. Tote sind beschäftigt.
Doch hilf mir so, daß es dich nicht zerstreut,
wie mir das Fernste manchmal hilft: in mir.



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FELIPE R. AYUSO (Madrid, 1932) trabajó como médico para la OMS en África, se especializó en anatomía patológica en Alemania y regresó finalmente a España. Ha compaginado la medicina con la traducción.